Bajo la palabra “ciencia”, cuya raíz significa “conocimiento”, se esconden dos conceptos diferentes. Por un lado, es un proceso eficiente de obtención de conocimiento (el método científico), y por el otro, es el conocimiento mismo. Cada uno tiene un valor intrínseco; no solo es valioso el conocimiento, sino también el mecanismo para obtener más.

El científico goza de una autoridad inherente, acompañada de una expectativa de generación bienestar. Esta percepción es manipulada todo el tiempo; los medios nos venden productos argumentando que la ciencia ha comprobado sus beneficios, y los aspirantes a gobernar prometen apoyar la ciencia, generalmente sin cumplirlo, dando así una imagen políticamente redituable de progresismo.

En el discurso progresista, casi siempre encontramos el concepto de ciencia amarrado al de tecnología y/o de desarrollo y/o de educación y/o innovación. Como ejemplo tenemos el nombre del organismo encargado de nuestra política científica, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT). No parece pertinente generar nuevo conocimiento si no va a ser aplicado (tecnología), o a generar bienestar (desarrollo, innovación), o a ser una fuente de educación.

Un argumento recurrente a favor de invertir en ciencia es generar conocimiento necesario para resolver problemas. Pero es innegable que el conocimiento para solucionar muchos de nuestros problemas ya existe, pero no se aprovecha, y los casos son incontables. En esta y muchas ciudades, por ejemplo, los ríos corren contaminados con aguas negras, el agua potable viene entubada desde muy lejos a un alto costo, y no siempre alcanza. La cantidad de lluvia y el flujo de los ríos en la región bastaría y sobraría para abastecer la demanda, y la tecnología para captar agua de lluvia y almacenarla, así como para tratar aguas negras en cada hogar sin contaminar los ríos, existe hace siglos. Sin embargo, se siguen construyendo costosas plantas de tratamiento y redes de abastecimiento y drenaje que no solucionarán los problemas.

¿Otro ejemplo? El crecimiento económico requiere de un incremento proporcional en energía disponible. Nuestra energía disponible existe principalmente en forma de petróleo, carbón y gas natural. Estos recursos son finitos, no renovables, se sabe que se agotarán pronto, y las energías limpias no están cerca de sustituir la demanda. Aun así, las estrategias económicas en todo el mundo están enfocadas en el crecimiento porcentual (exponencial) del PIB, sin ningún viso de cambiar el paradigma. Lo grave no es si vamos a crecer 2% o 4% este año, lo grave es que crecer, para lo cual la energía está por acabarse, sea la medida de salud económica aceptada por todos. La física y las matemáticas que aprendemos en la secundaria bastan para concluir que el modelo económico que sigue prácticamente todo el planeta es un salto al vacío.

No solo hay mucho conocimiento añejo y desperdiciado, sino que actualmente se produce más conocimiento que nunca: cada día se publican más de 10,000 artículos científicos y patentes1. Es un reto para los científicos digerir este torrente, mucho más para divulgadores o tomadores de decisiones. El conocimiento publicado en cualquier parte es accesible hoy a todo el mundo, pero digerir conocimiento científico nuevo toma tiempo, aún con voluntad de aprovecharlo.

Si hay tanto conocimiento generado, con soluciones propuestas pero sin aplicar para gran parte de nuestros problemas, y tanto se sigue generando a una tasa imposible de absorber, ¿porqué generar más científicos y más conocimiento? Una razón es que hay problemas aún sin solución, y seguirán surgiendo nuevos problemas. Si no surgen por sí solos nos encargaremos de crearlos. El calentamiento global, por ejemplo, es un problema en que nos metimos, y nos seguimos metiendo, a pesar de las advertencias de científicos hace más de medio siglo; pero ahora demanda soluciones.

Otra razón para seguir generando conocimiento es que invertir en ciencia es económicamente redituable. Los debates alrededor de cuántos recursos públicos asignar a ciencia son cotidianos en todo el mundo. Sin embargo, son pocos los estudios económicos que analizan la rentabilidad de la ciencia, y quienes toman las decisiones rara vez los conocen. Se estima que las ganancias netas de invertir en ciencia son entre 20 y 50%; es decir que por cada peso invertido, además de recuperarlo, se ganan de 20 a 50 centavos2. Pero estas ganancias no son de corto plazo, por lo que no suelen ser políticamente redituables, y los métodos para evaluarlas son complicados, pues se generan no solo mediante el conocimiento encontrado, sino de manera indirecta al generar empleos o demandar servicios.

Probablemente la razón menos mencionada y valorada para invertir en ciencia es el papel de los científicos como promotores de soluciones y bienestar, no solo en sus laboratorios con descubrimientos o invenciones, sino como maestros cotidianos en su comunidad de una forma eficiente de generar conocimiento. Al igual que no solo los artistas profesionales pueden crear arte, no solo un científico profesional puede obtener conocimiento mediante la observación, análisis y experimentación. Si cada día más científicos promueven entre las personas que los rodean un abordaje crítico, riguroso y creativo de los retos y problemas cotidianos, todos ganaremos a su alrededor, y mucho. Por si fuera poco, al igual que el arte, el conocimiento produce placer a quién lo genera, a quien lo transmite, y a quien lo recibe.